Mi padre era un oficial nazi

Acababa de mostrarle a Claudio P. un par de cuentos que había escrito, muy orgulloso porque iban a publicarlos en una revisteja X de por ahí. Pero, como siempre, su reacción no fue precisamente la que yo esperaba.
–Pero ¿qué es esa manera de hacer las cosas? ¿No estás grandecito ya para saber que el mundo del arte funciona de otra manera? ¿Qué te pensás, que escribiendo un par de cuentitos bonitos vas a entrar a la historia de la literatura? ¿Sos pescado o qué?
Me empecé a reír. Conocía a Claudio y sabía que ese era el comienzo de una larga serie de furiosas barbaridades, y que más me valía guardar todas mis queridas convicciones detrás de una gran sonrisa despreocupada si quería que sobrevivieran a las flechitas envenenadas de toda la tribu de dementes en pie de guerra que frecuentan a toda hora su cabeza. Eran las diez de la noche de un martes de diciembre y estábamos en un zaguán medio ridículo, tomando del pico un vino alemán de botella azul que no estaba nada mal.
–No te rías, chabón, no te rías, que es algo serio. Parecés un escritorcito de taller literario. Pensé que la tenías más clara. ¿No te das cuenta que ningún escritor se hace famoso por lo que escribe, sino por esa especie de anécdota magistral que resume toda su obra (aunque no tenga nada que ver con ella) en tres o cuatro palabras? Fijate los más conocidos: ¿por qué es famoso Henry Miller, por qué se lo recuerda en las charlas de café y en las revistas de famosos y en los fanzines más pulguientos? Porque se supone que era borracho, vividor y escandaloso (y no viene al caso si en verdad lo era o no). Y mirá al resto: Rimbaud porque escribió hasta los veinte y era vagabundo y no se sabe si era gay y después se fue a vivir a Etiopía y se hizo traficante de esclavos o qué sé yo qué cosa (con esa anécdota, hasta el escritor más patético se haría famoso, ¿no?). Pavese porque se mató y porque era depresivo e italiano (eso en la literatura ya es una anécdota de por sí). Conrad porque fue marinero. Chesterton porque era católico en la Inglaterra protestante (visto desde acá eso no parece demasiada anécdota, por eso casi nadie lo recuerda). Sartre porque era bizco, galán y existencialista. Kerouac porque viajaba a dedo. Exupéry porque era aviador. Kafka porque sufría, y al final nos hizo la jugada del siglo muriéndose de tuberculosis y pidiéndole a un amigo que le quemara todos sus papeles. Y después tenés a tipos como Bukowski o Artaud, que son pura anécdota: ni necesitás leerlos para conocer lo que escriben. ¡Si hasta dudo de que alguien se atreva realmente a leerlos! ¡Supongo que es más divertido llevarlos bajo el brazo y hablar sobre ellos en los barsuchos de la avenida Corrientes abusando gratuitamente de los indefensos adjetivos!
–Pero hay otros ejemplos, Claudio –desgraciadamente, ninguno me venía a la memoria–. Hay un montón de escritores sin anécdota.
–Esos son los que sólo los conocen los mismos escritores, como De Queiroz, Thomas Mann o algún otro que ya ves, ni me acuerdo. Pero hasta esos deben tener su anécdota –aunque sea una anécdota para pocos– que los diferencia del resto, de los que quedan en el camino, los que nadie recuerda. Después tenés a los que crean personajes que los superan por completo, como Tom Sawyer, o Robin Hood, o Sandokán. Pero a esos sólo los leen los chicos: lo que los adultos quieren son anécdotas. Anécdotas. ¡Anécdotas!
Claudio estaba gritando; tenía los ojos achispados por el alcohol, la lengua un tanto temblequeante, y la gente se cruzaba de calle cuando nos veía ya desde media cuadra de distancia. Intenté calmarlo compartiendo un poco su absurda ironía.
–Sí, pero ¿y los que tienen a la vez personaje y anécdota?
–Esos se convierten en clásicos, como Cervantes, que no sólo era manco, sino que escribió el Quijote. Podría seguir dándote ejemplos durante horas. Homero porque era ciego. Beckett porque estaba deprimido. Shakespeare era tan bueno que no tuvieron más remedio que inventarle la anécdota de que no era él el que escribía, sino otro que en realidad era Shakespeare. Lo que no explica nada pero al menos confunde un poco. El típico método científico. Y después, claro, ya fuera de la literatura, están los best-sellers, que son sencillamente libros sin autor. Y los libros de autoayuda, las biografías de gente famosa (en ese caso, es el muerto el que se hace cargo de la anécdota), los libros escandalosos, los libros sobre temas escandalosos o polémicos o de moda, pero nada de eso es serio. Y todo lo serio que no es anecdótico ni pintoresco es sencillamente aburridísimo.
–¿Y los escritores rusos? ¿Cuál es la anécdota de Dostoievski, Chejov, Tolstoi y todos esos?
–¡Que son rusos, ni más ni menos! Si hasta creo que debe haber chabones que se pasan libros diciéndose “Leélo a este, que es ruso.” Con tanta nieve, tantos cuchitriles, tanto nombre impronunciable, con el Zar por un lado y Stalin por el otro, pareciera como si los rusos tuvieran licencia para sufrir y hacer sufrir a todo el mundo sin perder ni un gramo de dignidad… ¿Qué pasa, pibe? ¿No estás convencido todavía?
–Bueno –contemporicé–, es verdad que hay un montón de casos. Kipling porque vivió en la India. Hesse porque se tomaba por Buda. Rilke porque estaba siempre enfermo y se murió por pincharse con la espina de una rosa…
–Yo apostaría a que eso estaba planeado, o que lo inventaron los editores después de que el tipo se muriera de pulmonía. Es lo mismo que lo que hizo Dylan Thomas: el pobre tipo estaba tirado muriéndose en la cama del hospital y de pronto le agarró un miedo terrible de no haber dejado detrás suyo obra y anécdota suficientes como para que los siglos se apiadasen de su memoria. Así que se fue hasta el bar de la esquina, se tomó un par de tragos, volvió y dijo su frase más famosa, la de los dieciocho whiskys, que además quedaba bien con el título de su primer libro, etc., como siempre se acuerdan de recalcar en las solapas de sus libros. Y no le fue nada mal: desde entonces, todo el mundo lo recuerda. Es que, como a veces al mismo escritor le cuesta mantenerse bien pegadito como corresponde a su anécdota, e incluso llegada cierta edad empieza a rebelarse contra ella, o a resignarse pensando ingenuamente que la Historia se va a tomar la molestia de separar la paja del trigo, y al artista del personaje, cuando la Historia es la anécdota llevada a la enésima potencia, porque… –Claudio se quedó medio minuto en silencio, como preguntándose dónde estaba y cómo había llegado hasta ahí, y después soltó una carcajada y continuó–. Bueno, olvídalo, la frase se me retobó para cualquier lado, pero la posta es lo que ya sabés, lo que todo el mundo sabe: que en la dura y eterna lucha del escritor con su propio personaje, nunca hay mejor escritor que el escritor muerto. Pero no te apures –me dijo agarrándome del brazo, como con miedo de que me lanzara debajo de un colectivo en busca de la Eternidad–, primero tenés que escribir algo un poco más legible que esto –agregó, señalándome con un gesto bastante despectivo la carpeta con mis esforzados cuentos, que había quedado tirada en la escalera del hall.
–Pero no, si acá en Argentina…
–En Argentina es igual, o en realidad peor, porque no hay lugar para tantos. Los europeos o norteamericanos son conocidos en todo el mundo. Los argentinos, con suerte, en Argentina, hasta que pasan la prueba del personajismo y saltan como mucho a Latinoamérica. Y en el resto del mundo todos ellos, hasta los enemigos literarios más encarnizados, comparten una única y trillada anécdota, la de ser argentinos, algo que no le interesa a casi nadie. Porque tenés que entender que vivimos en manos de la prensa, que es la mayor traficante de anécdotas de la Historia de la Humanidad. Fijate sino lo que pasa acá: Borges, el escritor ciego. Cortázar, el que se fue a Francia. Sábato, el escritor amargado y por lo tanto “profundo”. Arlt, el que estaba rabioso y escribía mal, como dicen con una absurda sonrisita cómplice las profesoras de castellano medio psicobolches. Girondo, el surrealista. Sarmiento, el que era prócer y encima escribía. Quiroga, el que vivía en la selva. Pizarnik, la que estuvo en el manicomio –esa anécdota fue tan grandiosa que hizo estragos, haciendo que todas las adolescentes se pusieran a escribir como si acabaran de salir del Moyano y tomaran Rohipnol todo el día. Y después hay un par más, y al resto los conoce Magoya, o sea, con suerte, los otros escritores, que obviamente se odian todos entre sí.
–¿Y Bioy Casares? ¿Cuál es la anécdota de Bioy Casares?
–Que era amigo de Borges. Con eso parece que le bastó. ¡Ah, y cuando se murió Borges, en cierta forma lo heredó, y descubrieron que tenía su propia anécdota: que era rico, que tenía estancia, que era buen mozo, qué sé yo, que era un playboy! Y justo por esa época eso mismo dejó de ser un desastre para volverse una cualidad superenvidiada… En fin, así que lo que vos necesitás no es sólo talento, chabón; no pierdas el tiempo escribiendo boludeces, como todos los escritorcitos de ahora. Si tenés ambiciones y aspirás a esa absurda eternidad que es la Historia de la Literatura, lo que necesitás es una buena anécdota. Algo fácil y recordable, muy fuerte o muy trágico. Algo que haga que la gente diga: “¡Ah, Pablo Kramer, ese pibe que escribe! ¡El que se le murió la mamá de chiquito!”
Me sorprendí tanto con esto último que casi se me cae la botella semivacía al suelo. Claudio continuó:
–Claro. O sino bancatelá. ¿Qué te pensás, que Beckett nunca se cagaba de risa, que vivía siempre deprimido? ¡Es probable que hasta Borges viera algo! En fin, la anécdota se nace o se hace. Y si sos vivo te encontrás una.
–¿Y qué hago? ¿Me pinto el pelo de verde?
–No, esas son cosas del rock. Esto es algo serio. Puede ser un buen detalle, pero entonces tendrías que andar siempre diciendo cosas incomprensibles y haciéndote el moderno. No creo que te resulte. Podrías engañar a las revistas, pero no a la posteridad.
–¿Y entonces?
–Bueno, podrías empezar por hablar de una infancia desgraciada, un padre que te pegaba, esas cosas que están muy vistas pero siempre funcionan. A la gente le encanta la desgracia ajena. Que estés arriba pero sufras como un animal… A ver, ¿qué otra cosa…? Con eso solo no basta…
–¿Y el escritor rockero?
–No, eso no. A esta altura, todos los que tienen menos de sesenta escuchan o escucharon rock. Sería raro si te pintaras la cara como un papú y bailaras la danza de la lluvia en todas las Ferias del Libro. Pero eso no se inventa así nomás… ¡Ya sé! ¿Cómo no se me ocurrió antes? ¡El hijo del oficial nazi!
–¿Qué? –era demasiado. Mi cerebro se estaba empezando a licuar bajo el efecto del alcohol y mis oídos habían dejado de responder por lo que escuchaban. ¡Había que detener toda esa locura antes de que fuera demasiado tarde!
–Claro, ¿no me contaste el otro día que tu viejo era un oficial nazi?
–¡Vos estás loco! ¡Te dije que mi viejo peleó en la Segunda Guerra, pero era nada más que soldado! ¡Además eso ya fue por el final de la guerra, porque era rependejo! En realidad, más que nada iba a una especie de colonia de vacaciones de las Juventudes Hitlerianas.
–No tiene importancia. ¿Quién te va a pedir los papeles? ¿Le pidieron a Conrad los papeles que probaran que había sido marino? No, todos se lo creyeron sin chistar. Y de última mejor, que aparezcan detractores, que se hagan investigaciones, que alguno diga que tu viejo era quechua, o que había nacido en Bragado, o que fue al colegio tal o cual, que era compañero de banco del gordito no-sé-cuánto… O qué sé yo, que sos el sobrino de Hitler, ¿por qué no? Sería una buena tapa para una revista. Encima, tu vieja era medio judía, ¿no?
–No, nada que ver.
–Bueno, pero algo así había… Algo que la ponía teóricamente en el bando opuesto al de tu viejo.
–Qué sé yo… –me reí, con las pocas energías que me quedaban–. Militaba en el Partido Comunista cuando estaba en la Facultad…
–Da igual. En todo caso, decí que tu bisabuela era medio judía, que se llamaba Slotopolsky o algo así. O que te hicieron un bar-mitsvah por error, una noche en que el rabino estaba en pedo. No importa. Lo que vos digas que es verdad, si es llamativo, es verdad. ¡La verdad es sólo el sedimento que queda de todas las mentiras más llamativas! Andate a tu casa, escribí algo sobre tu viejo y después, si querés, lo vemos juntos. Puedo ser tu agente. “El hijo del oficial alemán. La conexión argentina. El oro nazi. El hijo del Gestapo y la moishe lo cuenta todo en su nuevo libro.” El negocio literario del siglo. No puede fallar.
–¿Me estás cargando?
–No. Andate a tu casa y escribí. ¿No decías que tenías talento? ¡Ahora tenés que demostrarlo! Agrandá: si mató a un tipo poné que exterminó a cinco mil.
–¡Pero mi viejo nunca me contó nada de la guerra! Una vez hasta me juró que no había matado a nadie. ¡Y se murió hace como diez años!
–Entonces poné que mató a cincuenta mil, porque vas a necesitar mucha más fe y mucha más fuerza en tu mentira. Andá. Cualquier cosa llamame.

Y así fue como terminé escribiendo aquel libro absurdo.