Estación fantasma

¿Qué fue lo que me agarró? ¿Qué fue lo que me hizo tomar el tren en la dirección contraria a la que pensaba hacerlo, la dirección donde me esperaban mi casa, mi mujer, mis libros y todos mis proyectos de futuro? ¿Fue la influencia de la luna, fue un clic inesperado en mi cerebro, o simplemente la belleza fantasmal de aquella estación desierta, que parecía invitarme a toda una vida de estaciones desiertas? No sé, no tengo ni idea, pero les puedo asegurar que apenas subí al vagón me sentí bien. Increíblemente bien.
Era medianoche pasada y el tren estaba casi vacío: un hindú trasnochado por aquí, un árabe madrugador por allá. Solía tomar ese tren todas las noches, cuando trabajaba como encuestador telefónico, en mis primeros días en Francia. Por entonces, terminaba mis jornadas tan agotado que jamás se me hubiera ocurrido hacer otra cosa que regresar a casa a dormir.
Era un vagón nuevo, de esos que aún huelen a plástico. Tal vez, en otra ocasión, los colores pasteles de los asientos me hubiesen parecido de un gusto dudoso, pero esa noche me recordaron detalles estúpidos de mi infancia: los colores de una piscina inflable, unas viejas sábanas de “Pacman”. Al fin de cuentas, una de las cosas más difíciles de vivir en el extranjero es esa imposibilidad de comunicar los recuerdos más tontos, que suelen ser a la vez los más emocionantes: un antiguo programa de televisión, una canción idiota, una expresión pasada de moda… En ese sentido, tal vez casarse con una mujer autóctona no fuese una gran idea. Hay momentos en que hablar de un chocolatín es más importante que hablar de arte o del sentido de la existencia.
Mi amigo Thomas y yo siempre teníamos discusiones al respecto. Él decía que lo que más le gustaba en una mujer era esa especie de enigma o de misterio que por siempre había de separarlo de ella. Cultivaba la incomprensión como otros cultivan el exotismo. Acumulaba las amantes de todas las procedencias: egipcias, japonesas, uzbekas, mexicanas. Supongo que sería su manera de viajar sin salir casi nunca de París. Yo, para molestarlo, le decía que esos eran puros vicios de autóctono (“autóctono”, “indígena”, “aborigen”, son los términos que siempre usé para hablar de los franceses en Francia), y que ese enigma inaccesible que lo fascinaba era casi siempre sólo una acumulación de detalles banales del tiempo pasado: personajes de series de tevé, viejos hits estúpidos, jingles de galletitas que atraviesan día y noche nuestros parlanchines cerebros.
Los minutos iban pasando, y por la ventanilla desfilaban casas cada vez más viejas y espaciadas. Y postes de luz, carteles publicitarios, puentes sobre ríos, fragmentos de bosques. Me repantigué en el asiento y estiré los pies. Respiré profundo aquel olor a plástico nuevo, que es como olor a nada y me parece el mejor aroma para comenzar un viaje. Aunque no sabía si lo mío era un viaje o qué. “Excursión” me pareció la palabra adecuada. Saqué mi cuaderno del bolsillo y la anoté. Me sentía contento como un boy-scout que se va de pic-nic.
Sin embargo, después de un rato, algo me empezó a poner nervioso: un negro que hablaba a los gritos por su celular, con una señorita o señora a la que juraba no conocer. Todo el tiempo repetía su nombre (“Diana”) y decía “No, no sé quién sos”. Después empezó a repetir otros nombres, de conocidos en común, que la mujer le proponía; él se quedaba pensando un momento, paladeando el nuevo nombre, y repetía: “No, no me dice nada…” Tenía una voz grave de profesor de gimnasia, e imitaba la forma de hablar de los rapperos de suburbio parisino.
No necesitaba verlo para imaginarme cómo debía mover los brazos y la mandíbula, como si estuviera en un video de gangsta rap americano. Siempre he detestado toda esa mística del gangsterismo de video clip que florece en los suburbios europeos. ¿Por qué no se van a dar una vuelta por L.A. Este, o mejor por los barrios bajos del Tercer Mundo, ya que tanto les divierte, a ver si salen vivos de ahí?
El tipo seguía rapeando nombres de gente y negando conocerlos. Se me ocurrió que yo me hubiese comportado exactamente igual que él si hubiese querido borrar toda mi vida pasada. Me bastaría con tomar los diversos nombres que la constituían para irlos vaciando uno por uno de su substancia, hasta convertirlos en simples palabras, rastros de viejos sueños o viejas lecturas, desprovistos de un significado claro. Para ver si funcionaba, me empecé a entrenar con personajes menores, que podía eliminar fácilmente sin que el resto del edificio de mi vida se resintiera. ¿Aquel compañero de voley-ball de mi adolescencia, apodado “La Mole”, con el que le arrojábamos frutitos de pino a los peatones por la ventanilla del ómnibus? ¡Fuera! ¿Aquel energúmeno llamado Grillo Trubba con el que nos paseábamos arriba abajo por la calle de los cines, robando revistas en los kioscos y metiéndonos a tomar agua en las heladerías? ¡Fuera también! Y conocidos de vacaciones, colegas de trabajos patéticos, gente de las afueras de Buenos Aires en cuyas casas entré cuando trabajaba de encuestador callejero, idiotas de todo tipo, compañeros de borrachera que emigraron a España, a Israel, a alguna provincia remota. ¡Fuera, todo el mundo, de regreso a la oscuridad de la que nunca deberían haber salido!
No era un ejercicio demasiado peligroso: era toda gente incapaz de defenderse. Las dificultades comenzaron cuando empecé a atacar a gente más importante: cada vez, había otros personajes que se alzaban del fondo de mi memoria para interponerse. No podía extraer los recuerdos de a uno. Tenía que borrarlo todo junto o nada.
No sé por qué me acordé entonces de mi mujer, Lucille, y más precisamente de diversas ropas que ella solía usar, y de la emoción que yo sentía en otros tiempos cuando las iba sacando del lavarropas. Cuanto más viejas y gastadas estaban, más emocionantes me resultaban, pues más recuerdos me traían (recuerdos que no hubiese sabido explicitar, pero cuya vaguedad los volvía aún más fuertes). Por eso siempre me sorprendía cuando ella se quejaba de que no tenía nada que ponerse. Espero que no piensen que estoy loco, o que soy maquiavélicamente avaro, si les digo que hubiese preferido que siguiera poniéndose por siempre las mismas remeras agujereadas, los mismos pullóveres desteñidos.
En fin, creo que nunca me gustó demasiado el futuro. Quizá mi palabra favorita sea: “reminiscencia”.
De pronto me asaltó la idea de que tal vez no hubiese nadie del otro lado de la línea. Quiero decir: que el negro del tren estuviese sólo representándonos una escena. Ninguna mujer en su sano juicio hubiese soportado esa perorata tanto tiempo: cualquiera hubiese cortado de inmediato, y Dios sabe si a las mujeres les gusta hacerlo. Por supuesto, existen también mujeres desquiciadas, pero ese es un terreno en el que me especialicé bastante durante mi juventud, y puedo asegurarles que no existe ninguna damisela capaz de soportar algo parecido.
Pero ¿por qué alguien se pondría a hablar a los gritos con nadie, por un celular, en un tren de medianoche? Cualquier escritorcito al que le guste hacerse el listo diría que “tal y no otra es la condición humana”. Boludeces. Pero se me ocurrieron varias hipótesis. La más obvia: lo hacía para darse importancia, frente a sí mismo o frente a los pocos y adormecidos pasajeros que lo rodeaban (cada uno tiene el público que se merece). La más rebuscada: para entrenarse para una conversación futura, en caso de que una mujer que lo hubiese ignorado resolviese volver cuando él ya fuera rico y famoso. O quizás el tipo se imaginaba que hablaba con Diana Ross, o con Lady Di en el más allá. O hasta puede que se tratase de una terapia nueva, recomendada por psicoanalistas lunáticos, por libros new age de ventas millonarias: “Gane en autoestima negando a quienes lo lastimaron”. El tipo de libro que Lucille leía cuando buscaba provocarme.
Ya que estaba sorprendiéndome a mí mismo, me pareció coherente verme levantarme y preguntarle sin ningún preámbulo al rapero telefónico:
–¿No estás hablando con nadie, ¿no es cierto?
–¿Cómo? –me gritó, y le dijo al teléfono–. Esperá un momento –y volvió a gritarme–. ¿Qué decís?
–Que no estás hablando con nadie. Que no hay nadie del otro lado del teléfono. ¿Es así o no es así?
–¿Estás mal de la cabeza? –exclamó, y le dijo a su misterioso interlocutor–. Esperá, ahí vengo. Tengo que resolver un asunto.
El asunto iba a derivar en pelea. Los hindúes del vagón se habían despertado y se esforzaban en fingir que no podían vernos. No sé por qué, pero me sentía cada vez más obsesionado por averiguar la verdad.
–Prestame tu celular, por favor.
–¿Cómo?
Extendí la mano con gesto autoritario. El negro se echó hacia atrás y le dijo al aparato:
–Tengo que colgar. Después te llamo.
Cerró su teléfono y me miró con cara de pocos amigos.
Su gesto había tornado inútil cualquier intento de verificación.
–¿Y ahora? –dijo, y se puso en guardia.
De pronto fue como si me hubiera despertado. ¿Cómo demonios había llegado hasta ahí? Todo estaba perdido. Sólo me quedaba la fuga. La fuga hacia delante o hacia atrás. Maniobré un poco y me las ingenié para poner un par de asientos entre el amigo de Lady Di y yo.
–No era nadie, ¿no es cierto? –le dije, para ganar tiempo.
–¿Estás buscando problemas?
–¿Es cierto o no es cierto?
–¿Estás buscando problemas?
De pronto el tren se detuvo en una estación como las otras. No lo dudé. Salí del vagón, aunque sin correr: la carrera atrae la carrera. El negro me lanzó un par de insultos sobre mi condición blanquecina, la puerta se cerró y eso fue todo.

Una vez que el ruido del tren se hubo evaporado, se hizo un gran silencio. Cerré los ojos y empecé a distinguir coros de grillos, ruido de viento, un extractor de aire lejano, e incluso voces. Había sido el único en bajar ahí, pero justo enfrente se alzaba un barsucho/local-de-apuestas que, milagro de los campos de Francia, estaba abierto a pesar de la hora tardía.
Era el prototipo perfecto de ese tipo de tugurios. Un basural hubiese sido más limpio. Una cárcel, más acogedora. Y sobre todo, sobre todo estaba lleno de aborígenes hostiles; tenían todas las características habituales: los bigotes frondosos, la mirada vidriosa de alcohol, el habla incomprensible. Thomas siempre me decía que yo exageraba la hostilidad de los autóctonos. “¡Esos extranjeros sin cara de extranjeros que vienen a por nuestras mujeres!”, le decía yo, imitando el acento de alguna campiña inexistente. Recordé nuestras risas de entonces, y me dio un escalofrío en la espalda.
Pedí un café y me senté en una mesa solitaria, junto al flipper. Saqué mi libreta y me puse a anotar detalles del lugar: el olor a desinfectante, las cucarachas que aprovechan la oscuridad para venir a zamparse un resto de sandwich… Hubo ciertas noches, con Lucille, en que terminamos también en bares como ese. Recuerdo una vez en que nos había sorprendido un diluvio casi tropical en un rincón perdido del barrio 12. Recuerdo el agua que chorreaba de su pelo, la manera en que se reía, el café intomable que nos sirvieron. Creo que Thomas también estaba con nosotros, esa noche, y que hizo un comentario lapidario sobre aquel tipo de antros. A mí, la verdad, siempre me simpatizaron esos lugares, sobre todo por las noches, cuando están desiertos. Cada vez que me hablan de un bar horrible, me imagino más bien un bar atestado, lleno de turistas y de autóctonos fanfarrones, en el que pasan música seudo latina y sirven tragos con nombre en inglés.
Entonces apareció la patrona – una rubia entrada en carnes de mirada increíblemente simpática. Había algo en ella que de inmediato me hizo sentir reconfortado, como si entendiera de dónde yo venía, o tuviese alguna noción de dónde estaba yendo. “¿Busca un hotel, señor?”, me dijo, mientras repasaba la mesa con un trapo. Alrededor, los parroquianos me lanzaban miradas de muerte súbita.
A decir verdad, no sé por qué la mujer me preguntaba eso, si yo no tenía valijas ni nada que me identificase como viajero. Pero en fin, supongo que cuando uno va a la deriva se le debe notar en la cara, o por lo menos que la gente que ha andado a la deriva reconoce fácilmente a sus semejantes.
Le dije que no gracias, pero preferí no dar explicaciones, no inventar mentiras que después hubiese sido incapaz de sostener. Me sentí incómodo, o avergonzado, dije unas palabras confusas y me fui. Di vueltas por ese pueblo desconocido, intentando perderme, pero siempre terminaba regresando a la estación. Probé entonces de tomar una de las direcciones que indicaban las flechas, el nombre de un lugar que ya ni recuerdo, y llegué hasta la ruta.
Caminé durante un buen rato, atravesando pueblos desiertos, intentando mantener la mente en blanco. Pero no dejaba de acordarme de conversaciones con Thomas, en los tiempos en que aún hubiera utilizado la palabra “amigo”. Habíamos nacido a escasos días de diferencia, a miles de kilómetros de distancia, y nos divertía decir que éramos hermanos, hermanos perdidos. Pero supongo que, a pesar de mis esfuerzos, todavía estaba un poco bajo el shock, porque no paraba de buscar y encontrar pistas de nuestra situación presente en conversaciones que creía haber olvidado.
Por pensar en otra cosa, me puse a tratar de entender lo que había sucedido en el tren. Una vez más: ¿qué me había agarrado? Habitualmente nunca me meto en ese tipo de trampa mortal. ¿Qué me importaba si el pobre tipo quería hablar con la Princesa Diana, o hacernos creer que el hecho de que conociera o no a alguna persona pudiese tener alguna importancia para alguien en el mundo? Pero lo peor es que, mientras me internaba alegremente en la boca del lobo, ni siquiera estaba realmente ahí. Seguía rumiando solo en mi rincón, buscando las palabras adecuadas para decirle a Thomas y a Lucille en caso de que me los encontrara en alguna parte. O las palabras que debería haber dicho. Veía una y otra vez la misma escena. Preparaba una linda frase, llena de sobreentendidos: “¿Desde cuándo, esa preferencia por las autóctonas?” Pero era idiota. Absolutamente idiota. Y sobre todo, no servía para nada.
Finalmente amaneció. Entré en un pueblo igual a todos los otros: la calle desierta, la iglesia cerrada, los bancos llenos de musgo. Un cartel con el nombre del pueblo tachado, que nos anuncia que apenas acabamos de entrar ahí y ya estamos saliendo. Grandes ovillos de heno. Perros que ladran. Vacas desconfiadas. Los tractores madrugadores, y la vieja pareja de campesinos que sale a ver si el mundo sigue estando ahí afuera, esta mañana.
Me senté a un costado de la ruta y empecé a arrancar el pasto y a partirlo en pedacitos, como cuando era niño. Cada coche que pasaba era como una detonación, sobre el fondo sonoro de canto de pájaros. Las colinas parecían una vieja pintura, el fondo de un magnífico cuadro que seguramente nadie pintaría jamás. Y el cielo, el cielo era algo indescriptible. No recuerdo el nombre del pintor que se especializaba en ese tipo de cielos; ya saben: nubes por doquier, grises, blancas y negras, y en el medio un pequeño rayo que representa a Dios, o la gracia, o las escasísimas chances que tenemos de alcanzar algún día la redención. Creo haber leído eso en un libro. Nunca he entendido mucho sobre pintura. Lucille siempre se burlaba de mi manera de confundir a un pintor con otro, y más en general a casi todo el mundo con casi todo el mundo, toda cosa con otra cosa, un estado de ánimo con otro estado de ánimo… Supongo que no debía ser fácil vivir con alguien que, la mayor parte del tiempo, se mueve como un fantasma por la vida real. Alguien que nunca se sabe en qué está pensando y que finalmente sólo está perdido en una lucha solitaria contra las palabras, o intentando insuflarle su propia vida a uno de sus reemplazantes en el mundo de la ficción.
Al fin de cuentas, como todo el mundo, siempre termino escribiendo la misma historia. Apenas hay que rascar un poco bajo la superficie y ahí están: los eternos muchachos que fingen ser hombres y que al final, como todos nosotros supongo, terminan volviéndose transparentes. Podemos ver entonces al niño asustado en su interior, accionando las manecillas del robot en forma de hombre en el que ha sido encerrado. Los hago hacer todas las cosas que nunca he sabido hacer: dar portazos, reaccionar cuando hace falta, partir a tiempo, mostrar un amor o un odio violento hacia cada objeto de este mundo…
Si no me quedara aún un poco de vergüenza, esta sería una ocasión inmejorable para apiadarme de mí mismo. Pero bueno, por más esfuerzos que haga, no logro recordar la última vez en que lloré, y no creo que me ponga a hacerlo justo ahora.
Así es. Tal vez sea simplemente el momento de que yo mismo me vuelva transparente, de una vez por todas. Supongo que ya lo han comprendido: no hay casa, ni mujer, ni libros, no hay más ningún lugar donde regresar. El futuro es un manchón borroso en el horizonte. Un coche que pasa, dispuesto a llevarnos por delante.
Es sólo el comienzo de otra estación fantasma, como las ha habido ya tantas, en mi vida.
En fin: buena suerte, Lucille, Lucía, Lucy, dondequiera que estés a estas horas.
Y buenas noches a Thomas de mi parte.
Piensen que simplemente me fui de excursión al tiempo pasado. A hacer un largo pic-nic en las tierras del olvido.